jueves, 10 de mayo de 2012

Fuera de temporada


Pisar la arena y poder elegir el propio espacio a lo largo y lo ancho de la playa solo sucede pocos momentos en el año.
En semejante soledad son pocos los rostros que se cruzan. El mar está casi vacío y los guardavidas gastan sus últimos días de trabajo pensando estrategias para que las horas pasen más rápido. Algunos se agazapan detrás de la sombrilla y se acurrucan dentro de sus camperas rompe vientos de colores chillones. Se ponen anteojos de sol y disimuladamente se reclinan en la reposera. Otros se atreven a desafiar el qué dirán y despliegan sus habilidades jugando a la pelota paleta, descargando en cada pelota las iras de la lejana temporada. Y si por alguna de esas casualidades, alguien osa meterse al mar en zonas peligrosas, no es uno solo el rescatista sino diez aburridos guardavidas ávidos por un poco de acción playera.
En la orilla, algunas personas todavía se atreven a mojarse los pies en la gélida agua. Grupos de señores que peinan canas y señoras pomposas en trajes de baño con diseños estrambóticos se animan a disfrutar el momento. Nadie los critica porque este es su momento, su hora, y su playa.
Atrás quedaron los días donde los jóvenes copaban el lugar con bullicio y posturas extrañas para simular cuerpos esculturales. Ahora no hay nada de eso, sino la realidad tal cual es. Es el espacio del disfrute, donde nadie ve, nadie juzga y el único ruido que retumba en el fondo es el rugir del mar.    

La palabra médica


Varias veces entrevisté a estos personajes de delantal blanco y en la mayoría de las ocasiones obtuve una sensación similar que me motivó a decir: ¡Qué bien hablan los médicos!
La seguridad con la que se expresan transmite una confianza ciega en cada una de las palabras que salen de sus bocas, y en esos momentos me gustaría robar un poco de esa firmeza y claridad, y llevarla a mis ámbitos personales. Poder expresar con mis afirmaciones ¡Acá estoy! ¡Esto es lo que pienso! Y por qué no decir… ¡Esto es así!
Es que estos personajes son capaces de transmitir lo bueno, lo malo, explicar un tratamiento, un abanico de posibilidades, y uno, que está del otro lado, no tiene más remedio que confiar.
¿Cuál es el entrenamiento que reciben? ¿La experiencia de la cruda realidad que se les presenta en forma de casos o enfermedades? ¿Se trata de hacerse el duro? ¿De crear un personaje? ¿O simplemente se golpean tantas veces y por eso son así?
A veces me pregunto estas cosas, pero cuando los escucho hablar, no puedo dejar de admirarlos, e incluso envidiarlos por su palabra de pisada firme.  

lunes, 25 de abril de 2011

Crónica de una mañana campestre


El frío de la mañana se siente tan fuertemente que cuesta levantarse de la cama. Las frazadas no alcanzan a cubrir el efecto de la helada. Lo increíble es que afuera hay un sol impresionante, pero el frío hiela los huesos. Juntar las fuerzas para destaparse y arrancar la jornada es el primer desafío. Tocar el piso húmedo y congelado es aterrador. Por eso vestirse sobre la cama es lo ideal. Ya, con la ropa puesta, se puede apoyar los pies en el suelo e ir al baño a lavarse la cara. El agua sale tan fría que el despertar es inmediato. Al entrar en la cocina arranco la hoja del almanaque indicadora del día. La  parte posterior lleva un proverbio judío que dice “El que no puede sobrellevar lo malo, no vive para ver lo bueno”. ¿Será así? El paso siguiente es poner la leche a hervir en la cacerola, y para ello, prender el fuego es esencial. Si la leña está húmeda, es una tarea que lleva bastante tiempo. Nunca hay que confiarse con el fuego, porque puede parecer bien prendido, y en un instante apagarse del todo. Hay que esperar a sentir el crepitar y el armado de la brasa. Si la leña estaba seca de antemano, es mucho más sencilla la tarea. Mientras los troncos arden contemplo la lucha de cientos de bichos bolita que corren por su vida. Se alejan del humo tóxico y se acumulan sobre la superficie del tronco a la que todavía no alcanzaron las llamas. Siento pena por ese pequeño universo que lucha por subsistir y les alcanzo una rama. Ninguno se sube. Asumo que prefieren morir y acelero su muerte arrimando el tronco al fuego. Abajo, en el piso de la cocina veo al único, que cual ave fénix logra sobrevivir de las cenizas. Lo empujo para que encuentre la salida. La leche debe hervir un rato. El ruido que hace al burbujear y chocar contra la nata compite con la alegría de los pájaros tras un día de sol. Afuera, a la vuelta de la casa, se ve una culebra verde y negra avanzando por la vereda, mientras una ratonita la desafía desde cerca. Los pavos también aprovechan el calor y se echan cómodos, todos juntos para descansar sus plumas. El gato aparece maullando por la ventana cuando siente el olor de la leche caliente y el humo de las chimeneas. Hace monerías colgado de la ventana, engancha sus uñas en el mosquitero y se trepa. Por momentos parece preso de una trampa de la cual no sabe escapar, pero después de meditar la situación, encuentra la salida. A lo lejos, desde la cocina, se puede ver a los caballos tomando agua y corriendo. Algunos se rascan mutuamente, se muerden, juegan.  Los pavos se mueven, sacuden su plumaje, cantan en su lengua, y emprenden la partida. El macho infla el pecho para mostrarse poderoso y corre a una de sus pavas favoritas. Todos se levantan, solo una queda en el piso, al sol. No parece interesada en lo que hace el resto. Es la rebelde del grupo. El búho está escondido en el galpón, porque es el único que no está entusiasmado con el sol. Sólo le gusta la noche con sus murciélagos. Ellos también duermen, y eligen el lugar más calentito de todos: los taparrollos de las cortinas. De noche, se los escucha caminar y rasguñar la pared del dormitorio queriendo salir. Yo también quiero estar afuera. Tomo mi taza de leche con café y entrego mi cuerpo a la hermosa luz del día. El gato se me acerca y juega entre mis piernas. Las cotorras cantan y parecen estar contentas. Los árboles no se mueven, pero dejan manchas sobre el pasto donde depositan su sombra, que con las horas cambia de dibujos. Las abejas se suman a la melodía mientras trabajan en el panal. Todo se prepara para que una vez más, el universo de comienzo al espectáculo de la vida.

jueves, 7 de abril de 2011

Sobre "El manantial"

Estoy leyendo un libro que cuando me lo sugirieron no le di mayor importancia. Pero cuando lo tuve en mis manos no pude parar de leerlo. Hace tiempo que no me apasionaba tanto con una lectura. Todos los personajes que pueden existir en la sociedad están condensados allí, en retratos perfectos. Perfiles y descripciones agudas en las que se siente una lástima profunda por algunos y una admiración intensa por esa figura que todos quisiéramos poder ser: Howard Roark. Diálogos inteligentes que uno no se cansa de leer, y que hasta dan ganas de releer.
De defender la propia libertad e integridad, esto se trata el libro.  De que el móvil en el camino no sea la opinión de los otros sino la certeza de saber lo que se quiere hacer aunque implique ser egoísta: realizar aquello que nos hace felices y que amamos. Ser libres, poder elegir por sobre todas las cosas.
Destacar alguna una cita del libro es muy difícil, porque cada palabra de sus hojas es completamente imprescindible, pero creo este es un buen resumen: “Peter, antes de hacer las cosas para la gente, debes ser la clase de persona que puede hacer cosas. Pero para hacer las cosas, debes amar hacerlo, no las consecuencias secundarias. Al trabajo, no a las personas. A tu propia acción y no a un pobre destinatario de tu caridad” (…) “Lo único que me importa, mi objeto, mi premio, mi principio, mi fin, es el trabajo en sí. El trabajo hecho a mi manera, Peter. Salvo eso no hay nada en el mundo que puedas ofrecerme”.
Otra de mis favoritas es referida a los parásitos mentales: “El hombre que engaña y miente, pero que conserva una fachada respetable. El se sabe deshonesto, pero los otros lo creen honesto, y saca su respeto a sí mismo de ahí, en forma parasitaria. El hombre que recibe el crédito de un logro que no es suyo. Se sabe mediocre, pero es genial a los ojos de los demás. Son parásitos mentales. No les interesan los hechos, las ideas, el trabajo. No preguntan: ¿Esto es cierto?, preguntan: ¿Es esto lo que los demás creen que es cierto? No juzgan, repiten. No hacen, dan la impresión de que hacen. No crean, aparentan. No tienen habilidad sino amistades. No tienen mérito sino influencias”.  
 (“El manantial” de Ayn Rand)